miércoles, 12 de junio de 2013

ESTATUAS



Sin otro afán que el de su traje cansino, blanco hasta el tuétano de la tarde, la estatua se despereza apenas suena la nota del metal sobre su plato.
Los ojos niños se abren en un asombro vertical y el tímido gesto de volverse dibuja en la carpeta diáfana una gracia sin par.
El público silencioso espera que el rito se prolongue en esos movimientos taoístas, los brazos subiendo y bajando ingrávidos, los pies apenas apoyados en el piso.
Ahora la estatua tiende su mano y el niño no sabe si debe extender la suya a pesar del ímpetu vivaz de los mayores que le aconsejan hacerlo.
Finalmente las manos se encuentran y en los ojos del niño brilla el sol desgajado del otoño, el haz luminoso que enciende tímidos fuegos entre las sombras frondosas.
Luego la estatua se retrae, los brazos y los pies aquietan su ondulación festiva y sutil.
El rictus se suaviza, los párpados se cierran. La inmovilidad adormece tiempos y espacios.
El niño se aleja de la escena junto a sus padres. Aún no resignado vuelve su rostro interrogante y ávido. Pero la estatua no responde esfumándose bajo la penumbra.
La gente se disipa también y las callejas de Plaza Francia entrelazan historias no dichas, tácitas pero tan expresivas como el bullicio que las recorta en el ocaso dominical.
El aire es dulce y presagia lluvia.


Hugo Celati (2009) ilustración: René Magritte

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