domingo, 23 de junio de 2013

ENTRESUEÑO




¿Quién dice que el tiempo se levanta y en la misma rutina ha de peinarse?
¿Quién, que el vaso transfigura su cómoda sílaba monocorde?
El tiempo dormita en mis axilas y suda en el polvo del silencio.
Y pasan los rostros numerados por el dolor, ese cauce de ausencias que corren contra la corriente, el reloj cristalizado en la retina, la ansiosa concurrencia del tren, el diálogo imposible con mi padre ausente o con el tío Osvaldo, que habla solo mientras surca su huerto, la escucha inverosímil de sus voces ahora superpuestas en los vestigios del pobre pensamiento.
Todos han muerto te dice alguien, me digo o lo dicen las palabras sumergidas en el nimbo fantasmal. La puerta se suelta del marco, avanza el ojo incandescente de su cerradura. ¡Ahora…el cuco! ¡Ahora los demonios anunciados!
Y luego el temblor con que mi mano se posa en el picaporte y la abre. Un abismo dónde aquella mujer deseada en secreto me besa, por fin su beso húmedo aunque evanescente, por fin su beso que no sacia porque tal vez no ocurra.
Tanto abrir la puerta y no saber en qué punto del destino se sitúa mi naturaleza.
Quién soy a esta hora de la deshora.
Entonces, si despierto y me inclino ante mi desayuno, el diario apenas me avisa que hay una alteridad.
Tanto abrir la puerta y no poder salir.

Hugo Celati (2009)
Fotografía: Ingrid Dabrescia.

miércoles, 12 de junio de 2013

HERÉTICAS BIENAVENTURANZAS


Bienaventurados los que crean en las hogueras encendidas. Los que no se bajaron de la línea, la intensidad, el fulgor y embisten contra el carro de asalto de la plutocracia. Los que no creen en el próximo noticiero, los que sospechan de la buena fe de los periódicos, los que no toman la palabra del cronista radial como la última palabra.
Los que desayunan sus desconciertos, sus monedas contadas. Los que no almuerzan más que la dignidad de su pasado y cenan en el basural de la Bolsa de Valores.
Los que creen en la risa de su hermano desconocido, los que contemplan con ojos de niño al hombre sin edad que reparte estampitas en los trenes.
Bienaventurados los que no firman contratos ventajosos que condenen a muerte al semejante, los que plantan árboles en lugar de tasar el metro cuadrado con códices
de sangre, los que trabajan la tierra con sus manos pero no participan en la ganancia de los commodities los que asignan partidas a hospitales, escuelas, comedores y asilos en vez de tachar las cifras del presupuesto y destinarlas a los asesores que aconsejan el degüello a la cabeza estatal y pública.
Bienaventurados los que juegan con sus hijos y no necesitan tarjeta de crédito para sobornar las ilusiones y el tiempo de estarse junto a ellos. Los que no se desesperan por el novedoso modelo tecnológico y solo disfrutan de aquello que los acerque a sus íntimos afectos. Los que pudiendo mirar desde la ventana del primer piso de la Historia, cómodos y seguros, armaron barricadas en París, en Ohio, en Córdoba, en Budapest, en Tian´anmen. Los que aman sin temor a desangrarse, los que miran a los ojos y no necesitan vidrios polarizados, los que toman la mano de un moribundo que está solo y ya no encuentra siquiera sus recuerdos. Los que hacen el amor por puro placer sobre la alfombra de la última encíclica admonitoria. Las mujeres que se aman con mujeres, los hombres que se aman con hombres, los hombres que se aman con mujeres, sin otra ley que la de su deseo.
Bienaventurados los habitantes de las rancherías, los pueblos originarios, los despojados de su nombre, los nn que ensayan su resurrección en cada cementerio, los artistas que se cortan orejas en lugar de perseguir a sus mecenas como perritos falderos, las prostitutas que rondan por las calles, expulsadas del paraíso y convertidas en objeto de consumo de los formadores de opinión o los cristianos padres de familia.
Bienaventurados los que no son bellos ni reportan riqueza, los que no son carismáticos y son atados a la silla de la burla cruel. Los poetas borrachos que amanecen en el umbral de los bares, los que no olvidan genocidios y percuten en el parche de la memoria cada hora de cada día, los que se indignan antes que de la inseguridad urbana, de las cifras de muertos por inanición o la de los excluidos que navegan bajo la línea de flotación de la abundancia.
Bienaventurados los que no reclaman ganar más sino que se reparta lo que los privilegiados se roban. Los que creen en que es posible aún hacer de esta tierra un sitio donde no solo las ratas ilustradas se devoren las frutas de la Naturaleza, los que saben que el único crimen pasible de castigo es que unos pocos se queden con el pan de la mayoría.
Los que aman y lloran porque amar les dibuja un dolor mayúsculo en el alma pero no renuncian al amor.
Bienaventurados. Los que cargan las armas de su voz y no se resignan. Los que avanzan sobre el amanecer y derriban las puertas de los magnates.
Los que parirán al hijo del hombre, esta vez para abrir el cielo y tomarlo por asalto de una vez.


Hugo Celati (2013) Ilustración: René Magritte



ESTATUAS



Sin otro afán que el de su traje cansino, blanco hasta el tuétano de la tarde, la estatua se despereza apenas suena la nota del metal sobre su plato.
Los ojos niños se abren en un asombro vertical y el tímido gesto de volverse dibuja en la carpeta diáfana una gracia sin par.
El público silencioso espera que el rito se prolongue en esos movimientos taoístas, los brazos subiendo y bajando ingrávidos, los pies apenas apoyados en el piso.
Ahora la estatua tiende su mano y el niño no sabe si debe extender la suya a pesar del ímpetu vivaz de los mayores que le aconsejan hacerlo.
Finalmente las manos se encuentran y en los ojos del niño brilla el sol desgajado del otoño, el haz luminoso que enciende tímidos fuegos entre las sombras frondosas.
Luego la estatua se retrae, los brazos y los pies aquietan su ondulación festiva y sutil.
El rictus se suaviza, los párpados se cierran. La inmovilidad adormece tiempos y espacios.
El niño se aleja de la escena junto a sus padres. Aún no resignado vuelve su rostro interrogante y ávido. Pero la estatua no responde esfumándose bajo la penumbra.
La gente se disipa también y las callejas de Plaza Francia entrelazan historias no dichas, tácitas pero tan expresivas como el bullicio que las recorta en el ocaso dominical.
El aire es dulce y presagia lluvia.


Hugo Celati (2009) ilustración: René Magritte