sábado, 31 de octubre de 2009

LLUVIA


El aire huele húmedo y trae aromas de tierra líquida, de carne vegetal que exhala perfumes de su savia. Los árboles gimen, agitan cascabeles en sus brazos jadeantes, que se elevan hacia un cielo de ojos cerrados y boca temblorosa. La luz se descompone en haces que van oscureciendo su propio cuerpo y son siluetas imprecisas, tildes erráticas, despojos de bruma que sobrevuelan los techos bajos y se empecinan en una embestida inútil contra los edificios. Desde la ventana puedo ver el ágil paso transeúnte que busca amparo. En el bar, algunos disponen la partida, apurados por la promesa inclemente del tiempo. Otros, en cambio, nos desperezamos atados a nuestro destino y proseguimos con la lectura o el dulce anonadamiento, el estarse echados a suerte y verdad, sin prisas ni ansiedades. Como un acorde mudo que puede presentirse antes que el músico armonice su instrumento, las primeras gotas salpican el vidrio sin disonancias. Luego, el vendaval desploma sus salvas.
El agua es un torbellino que reduce la mirada, la acota hasta un punto único de desnudez y desamparo. Las pupilas se ciegan, permanecen ancladas en un horizonte borroso de colores difusos y figuras deformes.
Son apenas unos minutos, un hiato minúsculo e insignificante que parece abrir cauces en el tiempo. Vaga ilusión anudada a la voz intimidante del trueno o al azote divino del rayo.
Cuando todo vuelve a recuperar su estructura, cuando la calle se deja ver empapada de lágrimas primitivas, de sudores de dioses que enfermaron por conjuros desconocidos, cuando un chico y su madre saltan los charcos y el espejo de la tarde los cristaliza en mi recuerdo, cuando los automóviles barrenan el pavimento inquieto y embrujado, los espectros de lo que fui, la sombra de lo que seré, vuelven a corporizarse ante mi mirada.
Es inútil que intente regresar a la lectura.
Los nombres de lo que ya no puede ser nombrado yacen en la plaza, marchitos por el torrente rojizo del crepúsculo.
Y se pierden, junto a ese pequeño tallo, a esa flor deshojada, a esa hoja mustia, que la corriente empuja hacia la alcantarilla, hacia la boca de tormenta. Hacia el adiós.
Hugo Celati (2009) (Imagen: René Magritte)

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