sábado, 26 de diciembre de 2009

EL DESTINADO


Se levantó de la cama, lánguida y silenciosa, luego de contemplarlo largamente. El hombre surcaba un sueño profundo y había en su expresión un rastro beatífico, un signo de calma inaudita.
La luz del amanecer atravesaba los cuerpos desnudos como un jazmín preñado de pequeños brillos, de ínfimas perlas trabajadas en el sudor del deseo. Ella corrió con siglillo las cortinas y ese esplendor del alba se corporizó en el aire como el despertar de un ángel.
Sin que él pudiera advertirlo, la mujer tomó el aceite perfumado que dormitaba en la mesa de noche, amasó sus manos con delicadeza y con extrema suavidad rozó el pecho emboscado del durmiente que apenas se movió. Una sonrisa le cruzó el rostro y ella, entusiasmada ante el placer del hombre, prolongó su afanosa caricia hacia el vientre. Él, solo musitó un imperceptible gemido. La tenue claridad se disipaba en haces nacarados, en partículas volátiles de alguna estrella testigo del amor, de la ceremonia nocturna consumada entre jadeos y acentos salvajes.
Tanta intensidad se ha consumido como el fuego, pensó ella y luego de besarlo en los labios, que aún guardaban el sabor del amarula, tomó tierna y delicadamente el puñal especialmente elegido para la ocasión y lo hundió con todas sus fuerzas en el torso del hombre que apenas se agitó en un espasmo rojo y silábico.
La sangre, frutal y espesada por el aceite, fue cayendo sobre las sábanas.
El perfume se hizo tan vívido como la mañana.
Hugo Celati (2009)(Imagen: La voz de la sangre, René Magritte)

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