miércoles, 15 de julio de 2009

A MODO DE CONCLUSION

El hombre tomó la calle Entre Ríos buscando un taxi, pero de pronto se volvió. Ella se alejaba hacia el kiosco de la otra esquina, porque se había quedado sin cigarrillos. El vio como se alejaba y una extraña sensación se le instaló en el pecho. Triste , porque la mujer, tras sus pasos presurosos, dejaba en sus huellas la sombra de un adiós gigantesco. Pero a la vez, se sintió aliviado, ligero como esas palomas que ahora huían del Congreso y sus pirotecnias cotidianas. En la esquina opuesta, la que ella había elegido para cumplir con el rito de su compra, una multitud agitaba banderas, hacía sonar cacerolas y cantaba con furia consignas de fuego. Más allá, una empalizada de acero cerraba los caminos de la protesta, y detrás de la cortina enrejada y de los rostros adustos de los hombrecitos azules, que se apiñaban tras sus escudos transparentes y sus bastones de madera, los empleados del Poder Mundial, los escribanos de Bush y los expoliadores, habían cerrado su pacto con el Diablo. Pero eso, al hombre, no parecía importarle demasiado en esta noche. Ni siquiera cuando sus ojos creyeron engañarlo, y la figura de ella pareció acercarse a la rueda incendiada de los conspiradores en celo. Porque a él le pareció que ella...ahora estaba instalada allí, en el cordón de la vereda, y fumaba sin prisas mientras los contemplaba en sus saltos beligerantes. Ella estaba allí, casi en medio de la barricada de signos parisinos o cordobeses (después de todo, mayo parece un mes de eternas rebeldías). Por un momento, incluso, el hombre vio claramente como ella se sumaba a la hermosa turba desbocada y se alojaba en la marea de sombras y colores que alternativamente jugaban en medio de las luces cruzadas de la avenida.
Pero no supo si eso realmente sucedía, porque sus ojos estaban fijos en el cuerpo pequeño de la mujer, y podía distinguir su perfil, y sus cabellos morenos y largos, y sus ojos claros, y su boca luminosa. Sonrió, casi incrédulo, porque no era posible que tuviera esas visiones tan exactas, si todo era ahora un formidable aquelarre que desdibujaba los márgenes de la calle. Sin embargo, y a medida que se alejaba y que la multitud se hacía más inmensa y monolítica, los rasgos de ella se tornaban más y más exactos, más y más cercanos.
Entonces, agitó su mano en un saludo imposible, sonrió herido y feliz, paró un taxi, se subió y ya no quiso volverse.
-¿A dónde, maestro? preguntó ansioso el taxista
-A Constitución.
La calle estaba húmeda y la noche fría. El hombre se acomodó en el asiento, disfrutando de una paz inesperada, de un optimismo inaudito que poco tenía que ver con las heridas de su corazón. Llevaba en los ojos un extraño brillo de hogueras y lágrimas. El taxista corría por Belgrano y dijo
-Que bolonqui no...¿Le parece que salimos de ésta?
El hombre sonrío casi con displicencia y respondió
-No se preocupe. Siempre se sale.

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